Cuento: "Dicha" - Juan Miguel Huamán

Dicha

¿Llegaría antes del toque de queda? Había logrado avanzar un buen tramo desde que bajé del cruce aquel, viendo cómo el viento furioso azotaba fuertemente los árboles del camino. La lluvia sobre el parabrisas no podía ser impedimento: las plumillas estaban en muy buen estado para despejar esas gotas que caían con firmeza y decisión. Solo el recuerdo de que en esos momentos estarías regresando a casa sobre el asiento trasero de una moto peleando con el viento, con la llovizna inusual y con el camino inestable de aquella trocha inaccesible— me hizo dudar entre el acelerador y el freno.

Habíamos llegado a ese pueblo luego de varias contrariedades: la de los retenes policiales, la de la llanta baja, la de la carretera interrumpida por un deslizamiento de tierra. Llegamos para el ocaso, cinco horas después de lo previsto y apenas veinte minutos antes del toque de queda. La preocupación y la incertidumbre se habían apoderado de nosotros al pensar en algún lugar que nos acogiera en esos tiempos de pandemia. Recorrimos el pequeño pueblo hasta sus arrabales. Los lugares, que en otros tiempos debieron ser concurridos hospedajes, hoy eran templos de puertas cerradas. No había nada en ese distrito andino. Cansados ya, resignados a pasar la noche en el carro, divisamos a las afueras una gran construcción de tres pisos con aires de hotel, pero sin anuncios de ello.

-Ve a preguntar ahí —dijiste— seguro que alquilan cuartos.

Estabas convencida de que era así. Yo, por mi parte, con mi duda o timidez innatas, interrogué qué iba a pasar si no era así, si se ofendían: «Un forastero diciendo que mi casa es un hotel, ¡qué barbaridad!». Al final la duda se disipó y mi atrevimiento recién descubierto hizo que tengamos una habitación caliente en la cual pasar la noche.

Fue una noche venturosa. Compramos cervezas, pusimos a cantar a los grandes cantautores ayacuchanos, y entre vaso y vaso fuimos descubriéndonos. El miedo fue perdiendo terreno, y la pasión -cual si fuera un demonio mitológico- se apoderó de nosotros. Sin darnos cuenta mis labios estaban sobre los tuyos moviéndose llenos de deseo, mis manos inquietas acariciaban tu piel bajo la blusa, y tu piel se dejaba acariciar, besar, explorar… De pronto mi camisa y tu blusa estaban por el piso, fuimos deshaciéndonos de la ropa con movimientos decididos, mientras mi boca besaba con concupiscencia los tiernos botones de tus pechos. De adentro de tu ser brotaron sutiles jadeos, dulcísimos gemidos. Toda tú eras un cúmulo de ansiedad, de humedad que atraía a mi erección que minutos después te llenaría completamente entre gritos de placer y felicidad.

Esa noche fuimos los personajes felices de una narración erótica, nos destruíamos y construíamos reinventando posturas, improvisando movimientos, mordiéndonos con obscenidad, pidiendo y recibiendo hasta que fuimos un cuerpo insoluble, hasta que el clímax determinó el final de nuestra guerra de acrobacias amatorias en la cual los dos resultamos triunfantes. ¡Ah!, qué placentero fue sentir esa fricción, ese vaivén de tu cuerpo humedecido, ¡qué indescriptible lujuria! Tu ardiente deseo te asemejaba a una deidad sexual, por ratos creí reconocer en ti la lascivia de Xochiquétzal, la lubricidad de Mesalina, y adoré cada milímetro de tu piel y glorifiqué tu cuerpo como a una divinidad misericordiosa. 

Exhaustos, nos abandonamos al sueño que nunca jamás sería más dulce que la realidad. Y la noche que por ser noche no dura para siempre –aunque queramos– culminó.

El nuevo día trajo consigo complicidad, algunas tristezas y —cómo no— la cita de una canción de Faingold: «No te peines en la cama que los viajantes se van a atrasar», que dijiste precisamente cuando eras tú la que se peinaba sentada sobre esa cama en la que fuimos felices. Después salimos agradecidos de aquel hotel, me llevaste a descubrir los pequeños secretos de aquel pueblo lejano de donde te recogerían a las cinco de la tarde. Me condujiste por bares, colegios y cooperativas, entreteniéndome con tus fantásticas historias del toro de oro, del cura sin cabeza y de la chununa.

Luego tuve que manejar, conducir con cuidado por aquellas curvas imprevisibles hasta atravesar el cruce aquel donde el peligro disminuiría. Un caudaloso río de dudas fluía por mi mente, pero mi viaje tenía que continuar, a las siete empezaría el toque de queda y el camino se tornaría escabroso por la presencia de los militares y policías que me detendrían sin vacilar. El chubasco se tornaba más intenso, la penumbra de la noche amenazaba con ocultar las imperfecciones del asfalto, sin embargo, un esplendoroso rayo que iluminó el cielo lóbrego de septiembre terminó por convencerme de que ese acelerador debía recibir más presión.

Tres cuartos de hora más tarde había escampado. Unas luces difusas me anticipaban la entrada a esa ciudad cálida donde debía estar antes de las siete. Jaén, ahí estaba Jaén viéndome llegar con mi felicidad recién ganada, con mi sonrisa recién puesta, con ese habitáculo dichoso que olía a café molido y a tierra mojada.

Setiembre de 2020

Comentarios

  1. Felicidades, amigo Juan Miguel. ¡Qué gusto me da ver la evolución de tu narrativa, cada vez con más peso! Ya quiero ver ese puñado de historias en un libro. 🧐👍

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