Dicha
¿Llegaría antes del toque de queda? Había logrado avanzar un buen tramo desde que bajé del cruce aquel, viendo cómo el viento furioso azotaba fuertemente los árboles del camino. La lluvia sobre el parabrisas no podía ser impedimento: las plumillas estaban en muy buen estado para despejar esas gotas que caían con firmeza y decisión. Solo el recuerdo de que en esos momentos estarías regresando a casa sobre el asiento trasero de una moto —peleando con el viento, con la llovizna inusual y con el camino inestable de aquella trocha inaccesible— me hizo dudar entre el acelerador y el freno.
Habíamos
llegado a ese pueblo luego de varias contrariedades: la de los retenes
policiales, la de la llanta baja, la de la carretera interrumpida por un
deslizamiento de tierra. Llegamos para el ocaso, cinco horas después de lo
previsto y apenas veinte minutos antes del toque de queda. La preocupación y la
incertidumbre se habían apoderado de nosotros al pensar en algún lugar que nos
acogiera en esos tiempos de pandemia. Recorrimos el pequeño pueblo hasta sus
arrabales. Los lugares, que en otros tiempos debieron ser concurridos
hospedajes, hoy eran templos de puertas cerradas. No había nada en ese distrito
andino. Cansados ya, resignados a pasar la noche en el carro, divisamos a las
afueras una gran construcción de tres pisos con aires de hotel, pero sin
anuncios de ello.
-Ve
a preguntar ahí —dijiste— seguro que alquilan cuartos.
Estabas
convencida de que era así. Yo, por mi parte, con mi duda o timidez innatas,
interrogué qué iba a pasar si no era así, si se ofendían: «Un forastero
diciendo que mi casa es un hotel, ¡qué barbaridad!». Al final la duda se disipó
y mi atrevimiento recién descubierto hizo que tengamos una habitación caliente
en la cual pasar la noche.
Fue
una noche venturosa. Compramos cervezas, pusimos a cantar a los grandes
cantautores ayacuchanos, y entre vaso y vaso fuimos descubriéndonos. El miedo
fue perdiendo terreno, y la pasión -cual si fuera un demonio mitológico- se
apoderó de nosotros. Sin darnos cuenta mis labios estaban sobre los tuyos
moviéndose llenos de deseo, mis manos inquietas acariciaban tu piel bajo la
blusa, y tu piel se dejaba acariciar, besar, explorar… De pronto mi camisa y tu
blusa estaban por el piso, fuimos deshaciéndonos de la ropa con movimientos
decididos, mientras mi boca besaba con concupiscencia los tiernos botones de
tus pechos. De adentro de tu ser brotaron sutiles jadeos, dulcísimos gemidos.
Toda tú eras un cúmulo de ansiedad, de humedad que atraía a mi erección que
minutos después te llenaría completamente entre gritos de placer y felicidad.
Esa
noche fuimos los personajes felices de una narración erótica, nos destruíamos y
construíamos reinventando posturas, improvisando movimientos, mordiéndonos con
obscenidad, pidiendo y recibiendo hasta que fuimos un cuerpo insoluble, hasta
que el clímax determinó el final de nuestra guerra de acrobacias amatorias en
la cual los dos resultamos triunfantes. ¡Ah!, qué placentero fue sentir esa
fricción, ese vaivén de tu cuerpo humedecido, ¡qué indescriptible lujuria! Tu
ardiente deseo te asemejaba a una deidad sexual, por ratos creí reconocer en ti
la lascivia de Xochiquétzal, la lubricidad de Mesalina, y adoré cada milímetro
de tu piel y glorifiqué tu cuerpo como a una divinidad misericordiosa.
Exhaustos,
nos abandonamos al sueño que nunca jamás sería más dulce que la realidad. Y la
noche que por ser noche no dura para siempre –aunque queramos– culminó.
El
nuevo día trajo consigo complicidad, algunas tristezas y —cómo no— la cita de
una canción de Faingold: «No te peines en la cama que los viajantes se van a
atrasar», que dijiste precisamente cuando eras tú la que se peinaba sentada
sobre esa cama en la que fuimos felices. Después salimos agradecidos de aquel
hotel, me llevaste a descubrir los pequeños secretos de aquel pueblo lejano de
donde te recogerían a las cinco de la tarde. Me condujiste por bares, colegios
y cooperativas, entreteniéndome con tus fantásticas historias del toro de oro,
del cura sin cabeza y de la chununa.
Luego
tuve que manejar, conducir con cuidado por aquellas curvas imprevisibles hasta
atravesar el cruce aquel donde el peligro disminuiría. Un caudaloso río de
dudas fluía por mi mente, pero mi viaje tenía que continuar, a las siete
empezaría el toque de queda y el camino se tornaría escabroso por la presencia
de los militares y policías que me detendrían sin vacilar. El chubasco se
tornaba más intenso, la penumbra de la noche amenazaba con ocultar las
imperfecciones del asfalto, sin embargo, un esplendoroso rayo que iluminó el
cielo lóbrego de septiembre terminó por convencerme de que ese acelerador debía
recibir más presión.
Tres
cuartos de hora más tarde había escampado. Unas luces difusas me anticipaban
la entrada a esa ciudad cálida donde debía estar antes de las siete. Jaén, ahí
estaba Jaén viéndome llegar con mi felicidad recién ganada, con mi sonrisa
recién puesta, con ese habitáculo dichoso que olía a café molido y a tierra
mojada.
Setiembre de 2020
Felicidades, amigo Juan Miguel. ¡Qué gusto me da ver la evolución de tu narrativa, cada vez con más peso! Ya quiero ver ese puñado de historias en un libro. 🧐👍
ResponderEliminar