Relato: "Breve carta de amor" - Juan Miguel Huamán

 Breve carta de amor

Corazón: 

Es difícil renunciar a lo que uno ama y más aún cuando hay tiempo de por medio. Eso es justo lo que me pasa conti-go, durante más de seis años has sido la imagen viva del amor verdadero, el hombre de perfectas virtudes, de justifi-cables defectos y de admirable carisma. Contigo había ima-ginado mi vida: la de la mujer fiel que prepara el desayuno antes de ir al trabajo, la que interrumpe sus labores con la excusa de ir al baño, solo para contestarte algún mensaje, al-guna llamada o para recordarte que te quería, que pensaba en ti y que ansiaba mucho que caiga la tarde para volver a casa. 

En este tiempo juntos, a pesar de que hemos tenido al-guna que otra discusión, he sido feliz con una intensidad que nunca antes había experimentado. Aún recuerdo el día en que te conocí, fue memorable. Yo caminaba distraída, llena de curiosidad, tratando de orientarme en la universidad, ese gigantesco lugar de construcciones verde esmeralda, de jar-dines poco cuidados. Recorría contenta por esa miniciudad cuando por mi descuido universal tropecé contigo. Jamás voy a olvidar ese perfume elegante, herbal, en el que distinguí al-gunos tonos de madera, ni he de olvidar tampoco esa mirada que estremeció mis entrañas como una brisa de mar que se cuela por la ventana en la madrugada. Recuerdo que quedé prendada de ti.

Por ese entonces tenía dieciséis años, era una recién in-gresante. Tú estabas por los dieciocho y estudiabas Lengua y Literatura. Mi ánimo resuelto y mi carácter empático, ayu-daron a que nos hiciéramos amigos. Nos agregamos en las redes sociales, empezamos a frecuentarnos. Nuestras pláti-cas se volvieron interesantes, parecían tertulias literarias, me gustaba la fascinación con la que hablabas, la pasión que transmitías al citar a ese escritor colombiano que era tu favo-rito. Tenías una memoria prodigiosa para las citas, te gusta-ba recordar en voz alta las frases de los libros que leías. Un día me sorprendiste con una curiosidad jurídica −ese mundo que yo apenas empezaba a comprender−, me explicaste su relevancia penal y el tizne de literaturidad que tenía el caso; bastó eso para darme cuenta de tu inteligencia, de que serías un buen maestro y de que estaba perdidamente enamorada de ti.

Un mes después nos hicimos enamorados, por suerte, tú también te habías fijado en mí, en mi ternura de adolescente ilusionada, en mis ocurrencias que parecían recursos litera-rios. Eso me lo confesaste dos años después cuando me invi-taste a tomar la primera cerveza de mi vida. ¡Oh!, qué días aquellos. Nos veíamos más seguido en la universidad, ya que tus clases, para esos ciclos, habían migrado para la tarde y coincidían con mis siempre horarios vespertinos. Algunas ve-ces nos escapábamos de clases y nos íbamos a conversar por la biblioteca central, en otras ocasiones nos perdíamos por la playa. Tu timidez conmigo se transformó en una grácil elo-cuencia, en una expresividad sin precedentes y yo te miraba como se miraría a lo insólito o como miraría un niño a un mago que ha hecho un truco excepcional.

Poco a poco fuimos conociéndonos y fui queriéndote más. Me contagiaste esa devoción por tus cantantes favori-tos, por las novelas, la poesía, por los atardeceres frente al mar y por las noches de luna llena. Aprendí tanto de ti que no me alcanzaría toda la vida para agradecerte cada enseñanza, cada detalle que dabas con esa capacidad tuya de interesarte e interpretar las cosas cotidianas, aquellas que siempre pasa-ron inadvertidas para mí. Fuiste la felicidad más larga que tuve, la más intensa y tal vez la irrepetible. Nada la arruina-ba, ni las cortas discusiones que tuvimos como la vez en que descubrí una carta de amor escrita con vehemencia que te había dado una de tus alumnas como despedida del año es-colar. Yo, que nunca me había caracterizado por los celos, sentí que despertaba en mí un monstruo indomable, y te re-clamé con una intensidad que aún hoy me ruboriza las meji-llas. Tú solo atinaste a sonreír y me abrazaste, yo te golpeaba en el pecho y te decía que me sueltes, que cómo es posible, que cómo una mocosa de quinto de secundaria puede escri-birte con tanto amor y tanta lujuria si no había pasado nada entre ustedes… Y no había pasado nada. Me lo explicaste de tantas formas que terminé de convencerme que era así y, también, de que había exagerado, porque era claro que en esa nota ella no hablaba de pasados, sino de futuros. ¡Cuán-tas cosas hemos pasado! Y hemos salido victoriosos, hemos sabido sobrellevar los avatares de la vida, construyendo un futuro en el que me graduaría, nos casaríamos y buscaría-mos una casita modesta para esperar a los tres hijos con los que soñamos. Tú no sabes, no alcanzarías a imaginar cuánto bien me hiciste, cuán feliz he sido contigo.

Sin embargo, mañana será mi graduación y tú no esta-rás. No precisamente porque estés de viaje o porque tengas algún otro compromiso urgente. No estarás porque hace más de un mes que no hablamos, que desapareciste sin decir na-da. Cambiaste tu número de celular, me bloqueaste de tus redes y no dijiste adiós como otras veces cuando nos peleá-bamos por alguna tontería, por mis celos o por tus reclamos constantes del tiempo que me consumían mis cada vez más difíciles exámenes. No dijiste adiós, no te despediste y eso me hace creer que será definitivo. Sé que estás bien porque le pregunté a un buen amigo tuyo, sé que no te achaca alguna enfermedad, alguna duda existencial o algún otro amorío… Bueno, eso último lo dudo porque ¿por qué se va uno si no es por alguien más? Pero, si fuera por eso, no importa… no me importa. Solo quiero que estés bien, que sigas sonriendo co-mo siempre lo hacías, con esa sonrisa que transfiguraba mis días tristes y que derrotaba mis miedos más profundos.

Mañana no estarás para verme con mi toga puesta ni estarás tampoco en el momento en que tiraré el birrete junto a ese numeroso grupo de compañeros con los que estudié seis largos años. Se supone que debo estar feliz, que no debo traer los ojos hinchados. Es un día esperado, soñado por todo uni-versitario y una debe estar feliz sin importar las circunstan-cias. Es por eso que he querido escribir esta carta que tal vez no leerás. Pero déjame desahogarme… déjame imaginar que la leerás, que la tendrás en tus manos y sentirás a través de ella todo el amor que te tengo, todo el cariño infinito que siempre te pertenecerá. 

No quiero que veas esto como un reclamo, jamás sería mi intención, ¿qué podría, pues, reclamarte? Desde que te conocí me gustaste por tu libertad, por tus convicciones, por esa forma en que construías mundos que yo no imaginaba, por esa manera de generar emociones desconocidas. Y lo que siento ahora es una de esas emociones extrañas que no había experimentado jamás. Esta desesperación, esta tristeza, esta desolación que se apoderan de mí al ver cómo se deshacen mis sueños, cómo se me desprenden de las manos cual si fue-ra un éxodo de diminutas estrellas fugaces que se marchan a superficies desconocidas. Esta manera de ver cómo mi vida se llena de extraños nubarrones, de deseos incumplidos en los que veo la casa en la que no viviremos, la cama que no compartiremos, los hijos que nunca tendremos.

Mañana será mi graduación y debo estar alegre, debo sentirme feliz al ver la emoción de mis padres por su gran sueño cumplido. Tengo que contagiarme de la euforia de mis compañeros con los que debo posar para la foto del recuerdo. Y así, del mismo modo, tendré que acostumbrarme a esta nueva vida despoblada de tu presencia, de tu grácil elocuen-cia, de tu perfume herbal con tonos de madera. Sin embargo, sin importar el tiempo que pase, no olvides que estaré dis-puesta a volver a tomar un café contigo, a compartir algunas cervezas, a volver a escuchar tus mágicas historias sacadas de libros o canciones. Porque estoy segura de que, aunque el tiempo pase y cambien las cosas o cambie el curso natural de la vida, nunca cambiarán esta admiración ni este profundo amor que siento por ti. 

                                                             Te abraza y te besa con desesperación: Cora.


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