Relato: "La ventana sobre la pradera" - Juan Miguel Huamán

La ventana sobre la pradera

Me vi sentada sobre el piso en la sala de una gran casa. Estaba rodeada de una infinidad de flores blancas, amarillas y rojas, pero… ¿sabes qué es lo curioso? Aquellas flores eran las mismas de un vestido marfil que tengo, y en el sueño llevaba puesto ese vestido, pero las florecillas no estaban. Era el mismo vestido, estoy segura; es más, tenía la impresión de que se habían caído, de que por algún mágico artificio se hicieron de verdad y se multiplicaron para adornar el piso donde estaba sentada. Ante aquel raro espectáculo no mostraba temor; por el contrario, era feliz entre ese jardín colorido de flores vivas que emanaban perfumes misteriosos. ¡Pude olerlos, Eduardo!, pude olerlos, te juro que pude olerlos, y era como olerte a ti cuando estoy recostada sobre tu pecho después de hacer el amor. 

Luego de un breve tiempo intenté pararme, ¿ya?, pero me daba pena dañarlas, intenté moverlas con la mano, de mis dedos brotaban ráfagas de viento para esparcirlas y poder caminar, no sabía adónde quería ir con exactitud, pero quería caminar. 

Cuando hube logrado hacer un poco de espacio, intenté pararme; lo intenté y sentí que el corazoncito de metal que colgaba de mi collar empezaba a latir. Sentí miedo, no te voy a mentir que sentí bastante miedo, Eduardo; así que, con sigilo, sin bajar la cabeza, llevé mi mano derecha hasta el corazón y lo toqué, ¡lo toqué!, y ya no era ese dije dorado que adornaba mi cadenita, ¡no!, no era metal; era un corazón, un corazón de a de veras y estaba vivo y palpitante. 

¡Lo toqué, Eduardo! Y cuando el miedo me hizo alejar la mano de él, vi mi palma manchada de sangre. Fue espantoso, bastante espantoso, tanto así que cesé en mi esfuerzo de querer ponerme en pie y volví a sentarme. 

Las flores seguían allí tan hermosas como la última vez en que fuimos a comer a ese lugarcito campestre y nos pusieron unas astromelias amarillas bellísimas sobre la mesa. Tú halagaste las flores y las comparaste conmigo, con mi rostro adornado por unas curiosas manchitas que me habían aparecido y de las cuales dijiste que resaltaban más mi belleza y mi peinado, con mi cabello alisado y la trenza corona, ¿recuerdas? En mi sueño, me acordé de eso y me alivié un poco y olvidé por un instante el corazón palpitante. Sin embargo, me intrigaba, porque yo sentía que era un corazón de humano. No, no, claro que no era el mío, el mío estaba donde debía estar, con una leve taquicardia (creo que del susto), pero estaba ahí. El que colgaba del collar era otro corazón, no sabía de quién era, pero estaba segura que era el de una persona. 

Después de un rato intenté ponerme en pie de nuevo, pero tampoco pude, Eduardo; tampoco pude. ¿Y sabes por qué no pude? No, no, lo de la miniatura del corazón latiendo ya lo había asimilado, ligeramente, pero lo había asimilado. Esta vez no pude pararme porque mi vestido marfil se había teñido de rojo como rubí recién pulido, y tenía unos curiosos encajes de formas herbales. ¡Sí!, ¡sí, Eduardo!, ese mismo vestido rojo que tanto te encanta y que me lo puse la vez en que fuimos a celebrar a ese recreo que tenía una piscina enorme y de la que dijiste que se te antojaba alquilarla para nosotros solos, para que nos bañemos ahí desnudos y así pudieras contemplar mi piel trigueña en perfecta sintonía con ese pequeño mar clorado que estaba rodeado de palmeras. Era ese vestido, Eduardo, pero lo peor no es eso; lo peor es que sentía que el vestido había sido teñido con la sangre que emanaba del pequeño corazón que llevaba colgado al cuello. Fue por eso que no pude pararme, Eduardo. En el intento, mi cuerpo cayó con una sensación de vértigo, era como si cayera en un vacío sin fondo y quedé tan tontamente trastornada que me olvidé del corazón sintiente, del vestido rojo, de las flores, de los perfumes misteriosos… Todo se nubló, Eduardo, todo estaba borroso, tan borroso como si estuviera viendo a través de un vidrio roto en partículas pequeñísimas. 

Pasados unos minutos, medio embriagada, logré ponerme en pie. Me apoyé en las paredes y caminé, caminé hasta llegar a un gran callejón, donde recuperé el dominio del cuerpo y de los sentidos. El callejón era amplio, las construcciones de adobe y estaban pintadas de un singular azul extraño, de sus paredes colgaban algunas pinturas entre las que distinguí «La muerte de Marat» de Jacques–Louis, «Los funerales de Atahualpa» de Luis Montero, y, entre ellas, Eduardo, entre ellas vi una extraña pintura que yo no recordaba haber visto nunca, era un cuadro bastante macabro en el que reconocí un sacrificio a Tlaloc: en lo alto de una pirámide trunca, el que debía ser un sacerdote ofrendaba al dios el corazón de un hombre que se desangraba a sus pies con el pecho abierto. 

Fue horripilante, Eduardo, ¡tan horripilante!... A la brevedad recordé el corazón que llevaba colgando del cuello, y el condenado seguía palpitando. Palpitaba, palpitaba, esta vez palpitaba en sincronía con el mío que debía estar muriéndose de miedo. En ese instante, hubiera deseado despertar, mordía mis labios, pero el dolor corporal me había abandonado tal como abandonaría yo ese callejón que parecía interminable hasta que descubrí una luz que emanaba de una habitación, la misma en la que entré sin vacilaciones.


Allí pude observar mejor el color que estaba impregnado en casi todas las paredes, en las cuales divisé algunos adornos de obsidiana. El azul de las paredes y los muros era bastante parecido al azul turquesa o a una graduación clara del índigo, no puedo precisarlo con exactitud, Eduardo, no me pidas que lo precise con exactitud porque no soy experta en describir colores como tampoco soy experta en callarme las cosas como las que te estoy contando ahora o como la vez que te conté que descubrí que mirabas con intensa lujuria a la chica que hacía las veces de tu secretaria y amante, y no, mejor no sigas interrumpiéndome, ja, ja, ja, ¿no te conviene, no, tonto? ¿En qué me quedé, Eduardo? Sí, sí, en el color de la habitación. ¡Oye!, abrázame, por favor, cierra esa cortina y ven, abrázame… La habitación no estaba vacía, Eduardo. Oh, Eduardo. En ella había una ventana por donde entraba una claridad de seis de la tarde, fue por eso que pude distinguir bien el color de las paredes, las bellas obsidianas, el camastro de madera, el cuchillo de sílex y la abundante sangre que se había escurrido desde la cama y que bañaba gran parte del piso como si fuera cera con ocre. 

Con el sistema nervioso casi colapsado me acerqué hasta la ventana, me acerqué hasta la ventana y a través de ella divisé una pradera con un gran lago de aguas turquesas. Una diminuta llovizna, que apenas empezaba, adornaba el paisaje y regaba las flores que se movían alegres muy cerca del lago… Flores blancas, amarillas y rojas… ¡Sí, Eduardo!, eran las mismas que me rodeaban cuando estaba sentada, pero esta vez estaban allí, bien plantadas sobre la tierra, eufóricamente alegres por la llegada de la lluvia. Sentí que iba a despertar… que iba a despertar, Eduardo, pero la laguna apeló a mi mirada y casi en el centro de ella vi un cuerpo flotando. No era un cuerpo de un animal, ¡no! ¡Maldita sea, no lo era! ¡No lo era, Eduardo! ¡Abrázame, por favor! El cuerpo era de un hombre, Eduardo, era un hombre, un varón que yacía muerto sobre la laguna, con los ojos abiertos, el pecho abierto y no tenía corazón, no tenía corazón…


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