Enigmas y sorpresas
Duerme dulcemente con la
tranquilidad de un ave que reposa en su nido. La miro examinando su rostro con
lentitud, con una delicadeza de retratista. Todo es irreal. Sé que estoy
soñando, que estoy soñando porque ayer llegué cansado del trabajo y sin darme
tiempo siquiera de sacarme los pantalones negros de poliéster pesado me tiré a
dormir sobre mi cama de soltero. Por eso es imposible que despierte y la vea a
mi lado durmiendo plácidamente. Además no tengo ningún arte de mago ni de ilusionista,
por eso reconozco que es una imposibilidad absoluta que ella esté conmigo en
estos momentos.
Sus ojos color miel de
abeja están cubiertos por sus párpados a los que adornan unas pestañas bastante
expresivas, parece que sonriera en esta atmósfera que empieza a pintarse de
colores cálidos y que otorgan a su piel blanca una tonalidad de ópalo
brillante. Está recostada en posición de alivio. Es ella, no hay duda de eso.
Sus facciones perfectas, su aroma floral y su cabello mitológico me hacen
afirmarlo sin vacilaciones. Duerme con quietud mostrando sus uñas recién
pintadas de un color aguamarina que le recuerda -siempre me lo ha dicho- a la
princesa de un cuento de Christian Andersen.
Pero ¿qué hacía ella durmiendo a mi lado, en mi misma cama? ¿A qué ser dichoso le había hurtado yo ese sueño? ¿Con quién me confundió el destino? No lo sabía. Lo cierto es que ella estaba ahí con su sueño profundo. Hubiese querido quedarme observándola largamente, pero tenía que salir de la habitación. Tuve que salir. Ignoraba exactamente el porqué, pero tenía que hacerlo. Antes de marcharme garabateé en un papel uno de sus versos favoritos al que le agregué la palabra efrit, era tal vez la única forma de que ella descubra al emisor. Efrit, efrit... esa palabra que renació en una de nuestras conversaciones lúdicas de junio le haría saber que yo había estado allí.
Si no hubiera escrito eso, Clara no habría podido adivinar quién había sido el autor de aquel artificio inexplicable que logró traerla a mi
lado, ¿de qué otra manera, pues, lo hubiese sabido? Ella no conocía de mí más
que mis nombres y mi afición por la literatura. Sí, sé que era tal vez una tontería lo que
intentaba: imaginar que despertaba, que se veía en un lugar extraño y que tendría tiempo para ver notitas de un desconocido, cuando, por obvias razones, uno
sabe que lo primero que haría nuestra querida Clara es asustarse terriblemente
y salir disparada del lugar donde estaba. En fin, todo era una tontería,
porque razones sobraban para afirmar que las múltiples escenas que vivía o creía vivir, eran producto de un sueño,
de mi sueño, y que en realidad ella no estaba, no estaría nunca; sin embargo,
quise jugar a hacer real lo que no era.
Afuera el cielo
amenazaba con iluminarse por completo en menos de una hora. ¿Por qué veo todo
tan real? ¡Es un sueño! ¡Querido lector, es un sueño! Soy consciente de que estoy
soñando, sé que estas elucubraciones son producto de la ficción, pero no puedo
detenerme, el estado en que me encuentro ha anulado mi capacidad volitiva y
solamente soy una marioneta a la que manipulan las manos del dios del sueño. Decía
que el cielo estaba clareando. Camino vestido con mis pantalones negros que no
alcancé a sacarme ayer -¿u hoy?-, llevo también una sencilla casaca azul noche
y una mochila. ¡Una mochila! ¡Pero yo nunca uso mochila con ropa de vestir!
¿Por qué una mochila? ¿Qué contiene esa mochila? ¿Adónde voy? Clara… Debí haberme quedado con Clara, con la tranquilidad que transmite Clara, con su presencia
que es -entre otras cosas- paz, amor, esperanza, infinitud.
Tras un breve o largo
recorrido (uno nunca nota el transcurrir del tiempo en sus sueños) estoy parado
frente a una casa de fachada color melón -vaya a saber quién vive en esta
casa-. Una larga puerta de metal custodia la entrada, la abro con una llave que
permanecía oculta en un bolsillo secreto de la mochila que
juraba desconocer. El lugar me sabe familiar, hasta parece que elegí el color
de las paredes y algunos de los cuadros que cuelgan de ellas. Atravieso el
vestíbulo, giro a la derecha e ingreso a un dormitorio. Sobre la cama yace dormida
Clara en la misma posición que la vi tendida sobre la mía. Las mismas pestañas
expresivas, el mismo color de uñas, sus perfectas facciones, su aroma floral,
el mismo respirar tranquilo. Miro alrededor, nunca he estado allí, ¡no he
estado allí!, pero hay algo en este dormitorio y en toda la casa que me hace
pensar que ya la conozco en su totalidad. Todo es confuso, intento convencerme
de que es mi habitación, pero no puedo… no puedo engañarme, no es mi
dormitorio, claro que no lo es, cada cosa está curiosamente ubicada, la
combinación de colores sin duda ha sido pensada por una mujer, las sábanas y
edredones tienen un toque femenino. Vuelvo a centrar mi mirada en Clara, tiene
una singular belleza de hurí, quisiera besarla, abrazarla, besarla y abrazarla,
sentir su cabeza sobre mi pecho, recorrer su rostro con mis dedos, tocar su
pelo, descender por su cuello, adentrarme en su pecho... sentir su corazón palpitante en mis manos.
«¡Clara!» -se escucha desde la sala-, «¡Clara! ¡Se te va a hacer tarde para el trabajo!». De repente veo cómo su cuerpo intenta reaccionar a esa voz femenina que pronunció su nombre. Se mueve con exagerada lentitud al mismo tiempo que me voy desvaneciendo, todo mi cuerpo es ya una imagen borrosa que se pierde entre la claridad de las seis de la mañana. Entonces no era yo el que soñaba, ese sueño que creía mío era más bien el suyo, ella se había mirado con mis ojos.
Agosto de 2021
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